Historia · Personajes

Biografía del polaco Adam Tadeusz Karpinski

Este montañista de gran curiosidad y creatividad, que integro la expedición polaca de 1934 a la Cordillera de los Andes, fue además diseñador de aeronaves y de material e indumentaria de montaña

Por José Herminio Hernández. Montañista, Coronel (RE)

Edición: CCAM



Cuyo seudónimo era Akar, conocido así por sus compañeros de cordada y amigos; nació el 16 de diciembre de 1897, en Турка, Турківський район, Львівська область, Ucrania, en la región de Lviv, la sede de las autoridades de la región turca, en Stryj, hasta el año 1939; Typka, fue luego, una ciudad Poviat en la provincia de Lviv, en Polonia.

Adam Karpiński (1897–1939)


Hijo de Stanislaw Karpinski, y de Zofia née Kuszepecińska. En los años 1907-1915 estudió en las escuelas secundarias de Trembowla y Cieszyn. Llegó a Lublin, donde trabajó como jefe del departamento de análisis en el laboratorio químico del ejército austrohúngaro.

Fue ingeniero mecánico, diseñador de aeronaves, aviador, montañero, alpinista y escalador, capitán del ejército polaco. 

Adam Karpiński, participó en la Primera Guerra Mundial en las filas de las Legiones polacas. 

En los años 1918 a 1920, sirvió en el ejército polaco, primero en el Regimiento de Infantería 23º, luego fue destinado a un curso de observadores en la Escuela de Observadores Aéreos para Oficiales, siendo destinado desde 1919, en la aviación como observador. Después de su graduación, fue asignado al 12 ° Escuadrón de Inteligencia. Con el grado de teniente con antigüedad al 1 de junio de 1919, en el cuerpo de oficiales aeronáuticos. Describió su experiencia de combate en el artículo Moje dobre czasy, publicado en Młodych Lotnik, de diciembre de 1926, ascendido a teniente, con antigüedad a partir del 1 de junio de 1919, en el cuerpo de oficiales aeronáuticos.

Participantes de la expedición polaca al Himalaya 1939. Desde la izquierda: Janusz Klarner,

Adam Karpiński, Jakub Bujak, Stefan Bernadzikiewicz


Inicio de su actividad como montañista

A partir de 1922, se ocupó principalmente de la escalada, inicialmente en las montañas Tatra, donde enfatizó el desarrollo de la escalada invernal, con especial énfasis en travesías largas, de varios días. Tuvo muchos primeros ascensos invernales a los picos de los Tatra desde Banówka en el Oeste hasta Nowy Wierch, en el Este. En el Pico de hielo, llegó en invierno a escalar la pared Norte. 

Él subió el muro Norte en invierno en el norte. En el invierno de 1925 hizo un pasaje solitario de la cresta de los Tatras Occidentales desde Bobrowiec a Tomanowy Wierch Polski (con cuatro campamentos, en una tienda de campaña). Tres años después, junto con Konstanty Narkiewicz-Jodko, cruzó una parte significativa de la cordillera del Alto Tatra en invierno, desde Przełęcz pod Kopą hasta Biała Ławka. Esta ruta requirió once días en carpa, evitando lugares de difícil acceso y muy peligrosos.

Del año 1922 a 1924, fue presidente de la Sección de Aviación del Círculo de Mecánicos Estudiantiles de la Universidad Tecnológica de Varsovia,también practicó esquí y remo. En el año 1923, formó parte de los ocho ganadores de la Asociación de Remo de Varsovia, en la regata entre clubes celebrada en el Vístula. En el año 1924, formó parte de la representación de la Asociación Deportiva Académica, participó como competidor de remo, en los eventos celebrados en Gdansk.

En el invierno de 1925, hizo un pasaje solitario de la cresta de los Tatras Occidentales desde Bobrowiec a Tomanowy Wierch Polski, con cuatro campamentos en una tienda de campaña. Tres años después, junto con Konstanty Narkiewicz-Jodko, cruzó una parte importante de la cordillera del Alto Tatra en invierno desde Przełęcz por Kopą a Biała Ławka. Esta travesía le requirió once campamentos, para evitar lugares difíciles para acampar.

Adam Karpiński en la montaña, 1931


Ingeniero y montañista

Después de prestar sus servicios como militar, comenzó sus estudios en la Facultad de Ingeniería Mecánica de la Universidad Tecnológica de Varsovia, durante el cual completó su aprendizaje en las Plantas Mecánicas E. Plage y T. Laśkiewicz y en la empresa italiana SA Breda en Milán. Luego, se convirtió en diseñador y constructor de aviones deportivos y planeadores, siendo los diseñados por él, uno de los mejores del país. 

Durante sus estudios, construyó el planeador SL-1 Akar, que participó en la primera competencia de Slytherin, celebrada en agosto y septiembre en Białka cerca de Nowy Targ. El planeador tomó el primer lugar, ganando el primer y segundo premio. En este planeador, el 9 de abril de 1924, el hermano del constructor, Tadeusz Karpiński, estableció un récord polaco en su vuelo a largo de 4 minutos y 5 segundos.

Este mismo año, desarrolló, como parte de una competencia realizada por el Ministerio de Comunicación, un proyecto de avión de pasajeros. 
En los años 1924 y 1925, condujo dos expediciones de planeamiento a las cercanías de Babia Góra, cuya tarea era buscar nuevas áreas para planear. 

En junio de 1926 defendió su trabajo intelectual de ingeniería y comenzó a trabajar en la fábrica de aviones Podlasie, como constructor de aviación. Fue enviado para realizar los estudios complementarios y de especialización por un año a la ciudad italiana de Turín, luego de graduarse se convirtió en el jefe del departamento de ensamblaje de aeronaves en PWS.

En el año 1926, participó en una competencia promocionada por la Fábrica de Aeronaves Podlasie, con el modelo de un avión escolar.

Como competidor y organizador, participó en numerosos eventos, estudió las condiciones para crear aeropuertos de planeadores en Beskids y en Podtatrze. 

En el año 1927, fue uno de los fundadores del Academic Aeroclub en Varsovia, mientras que en el año 1929, participó en la creación del PWS Aviation Club (siendo en los años 1930-1931, su presidente). 

En el año 1929, también, se entrenó en el PWS Aviation Club y recibió una licencia de piloto turístico de primera categoría. 

En el año 1930, participó en el Rally Internacional de Aviación en Europa. Fue autor de numerosas publicaciones en el campo de la aviación, tanto profesional como popular. 

El planeador diseñado porAdam Karpiński ganador en la primera competencia de deslizamiento en Białka en 1923


A diferencia de su hermano Tadeusz, que era un piloto reconocido, Adam Karpinski no se destacó en sus éxitos voladores. En el año 1930, participó como navegante en el Rally Internacional de Aviación alrededor de Europa, y dos años más tarde, durante los ejercicios de la reserva en verano, completó el pilotaje militar, pero finalmente terminó volando... con la destrucción del primer avión universal polaco y el tercer fuselaje construido en Biała Podlaska.

También, fue inventor y construyó equipo de escalada, como carpas, denominadas Akar-Ramada, sacos de dormir o los llamados Rakobutów, una especie de grampones.

En el período de entreguerras, Karpiński, fue una de las personas, que nutrieron con su arrojo y experiencia el alpinismo invernal y escalada, en Polonia. Esto le produjo una gran fama y prestigio que le permitió en buena medida la organización de los futuros viajes.

En el año 1932, terminó el trabajo en PWS y se trasladó a la Gestión de Suministros Aeronáuticos, luego, trabajó en las Obras de Aviación del Estado, en Varsovia.

Desde el año 1925, Karpiński, participó en expediciones a los Alpes, en el año 1936, dirigió la expedición del Club de Montañismo en estas montañas y fue el jefe de un campamento de entrenamiento allí. 

En el año 1934, permaneció en los registros del Comando Suplementario Poviat en Varsovia Ciudad III. Fue asignado al Regimiento Aéreo 5to, en Lida. Más tarde, ascendido al grado de capitán, en el cuerpo de oficiales de aviación.

En el período de entreguerras, Karpiński fue una de las personas que contribuyó al desarrollo de la escalada y el montañismo invernal en Polonia. 

Llamó la atención y trató de trasmitir la necesidad de una buena organización de las expediciones a las montañas, y tuvo éxito en la propaganda. Realizó escaladas y las ascensiones a los Tatras, los Alpes y los Andes, como ejercicios previos a las expediciones al Himalaya.

Adam Karpiński en la formación de planeadores de miembros del Air Club de Podlasie Aircraft Factory


En los Andes

En los años 1933–34 fue uno de los seis participantes de la primera expedición polaca a los Andes. Hizo durante el mismo, entre otras actividades, primera ascensión al cerro Mercedario, de 6.720 metros, el tercer pico más alto de América, entonces considerado como el segundo, y luego, participó de la ascensión al cerro Aconcagua, por una vía nueva. Respecto a esta primera expedición de los Polacos a los Andes, en su libro, Más alto que los Cóndores, Víctor Ostrowski, nos decía de Adam: El cargo de meteorólogo fue confiado al ingeniero Adam Karpiński. No solo era uno de nuestros mejores peritos en asuntos de alta montaña, sino también, un cordialísimo colega, un excelente amigo y un fanático de la montaña. Pocas personas en Europa podían vanagloriarse de haber hollado tantas cumbres alpinas como Adam.

Tenía una verdadera locura por el Everest. Cada vez que llegaban noticias sobre la preparación de una nueva expedición inglesa al Techo del Mundo, Adam, escribía ofreciéndose gratuitamente, en cualquier carácter o puesto, aunque solo fuese como porteador. Pese a sus cualidades físicas y a su gran experiencia en la alta montaña, las cartas eran, cortés pero invariablemente, contestadas con una negativa. La expedición debía ser netamente inglesa y los cargadores o porteadores, netamente nativos.

Adam, no se desanimaba y, la vez siguiente repetía su intento y ofrecimiento. Mientras tanto, seguía preparándose. Proyectaba y experimentaba equipos especiales. Llevó a una de las cumbres de los Montes Tatras, una carpa de su invención, y se instaló en ella para experimentarla en todos sus aspectos. Cada ventisca, cada huracán invernal, cada tormenta desatada, era alabada por él, como si tratara de un colaborador en sus tareas. Llevaba una vida más que espartana y sostenía que el verdadero valor de la persona y su “dureza”, solo aparecen en las más difíciles condiciones de la vida, de la vida en montaña, naturalmente.

Estas difíciles condiciones de vida se las imponía no solo a sí mismo, sino también a sus allegados.

Integrantes de la expedición polaca de 1934 en la que participó Adam Karpinski como meteorólogo


En esta expedición debemos destacar también, la vestimenta que había inventado, especialmente para el desarrollo de las actividades en la altura, sistema Cebolla, material que les permitió soportar y sortear el frio y las condiciones adversas del clima. Le damos paso a la descripción que hizo Víctor Ostrowski, de las mismas: la vestimenta de ataque o sea aquella a usarse durante los últimos tramos hacia las cimas fue bautizado por Adam, su inventor, con el extraño nombre “cebolla”. Al proyectarla se guiaba por su experiencia y por el hecho, bien conocido, de ser el aire mal conductor del calor. Envolviéndonos en un conjunto de prendas, alternativamente abrigadas o impermeables, nos convertiríamos en verdaderas cebollas. Para describirlo, nada mejor que enumerar lo que llevaba puesto cuando realizamos las ascensiones al Mercedario y al Aconcagua, recordando, desde ya, que gracias a este equipo nos fue dado sobrevivir al azaroso vivac, poco más debajo de esta última cumbre. Sobre la piel llevaba una camiseta de lana. Luego tenía, una camiseta de abrigo tipo geiser, una fina camisa de lana; una camisa gruesa de lana; un suéter liviano de angora; una campera muy liviana pero impermeable, confeccionada en seda de paracaídas; un grueso suéter abrigado; una casaca de lana con forro de seda; un rompeviento de género de hilo, liviano pero impermeabilizado, con capuchón.

En la parte inferior del cuerpo, llevábamos más o menos la misma cantidad de capas protectoras, así como pantalones de lana, semejantes a los utilizados para ski, forrados de seda. Esto último, la seda, no se llevaba por mero deseo de elegancia, ni como abrigo. Tenía por finalidad evitar que se trabasen los movimientos, detalle muy importante para el caso. Me imagino que el profano, al leer la anterior enumeración, alzará los hombros murmurando: “Nueve prendas diferentes. ¿No sería mejor una casaca de cuero grueso, forrada con piel abrigada? Pues no señor. Todo ese conjunto de camisas, suéter y camperas, pesaba menos que la casaca de cuero y piel. No trababa los movimientos del cuerpo. Permitía adecuar la protección a los cambios de temperatura y, en definitiva, abrigaba mejor. Es sabido que dos camisas delgadas abrigan más que una sola gruesa. Además, influye mucho el orden de colocación de las prendas. Así, por ejemplo, un suéter de angora protege mejor cuando se coloca debajo de una campera que no por encima y ese aspecto de la cuestión había sido cuidadosamente estudiado al proyectar nuestro equipo.

Respecto a la ascensión misma del cerro Mercedario, podemos citar parte del escrito de Víctor Ostrowski, quien conformó la cordada en el ascenso con Adam Tadeusz Karpinski, escribiendo en su libro, Mas alto que los Cóndores, lleno de anécdotas y datos sobre las montañas y los participantes de la expedición, nos relataba, sobre este ascenso:  El 15 de enero, primer día de ataque al Mercedario, se anotó en el diario de la expedición. Salimos todos simultáneamente de la base. El periodo de aclimatación hacía sentir su influencia benéfica y nos permitió trepar con relativa rapidez. Empero, suponíamos que, aún el mejor de los casos, esa aclimatación únicamente respondería hasta los seismil metros de altura. Después, veríamos. La apertura de una picada entre los penitentes, practicada con anterioridad, fue una excelente idea. De lo contrario, difícilmente hubiéramos podido ascender, con las pesadas mochilas en las espaldas, el abrupto faldeo que se elevaba al salir de nuestra base.

El tiempo era excelente, sin viento, la temperatura apenas unos grados bajo cero. Al anochecer, llegamos a una terraza rocosa situada a cinco mil doscientos metros de altura, lugar soñado para instalar nuestras carpitas. Ese primer día habíamos, pues ascendido ochocientos metros, lo que, en esas condiciones de altitud y con veintitrés kilos en la espalda constituía un resultado positivo. Estábamos llenos de entusiasmo y esperanza, pero, la carga de las mochilas nos había fatigado bastante. Resolvimos con Adam, estudiar la cuestión mientras preparábamos la cena, acostados en las bolsas de dormir. Por lo pronto nos dedicamos a emparejar con las piquetas el rocoso terreno a fin de limpiar un sitio apropiado para la carpa.

Nuestro campamento a 6.350 mts. en la ladera oriental del Aconcagua. Foto: V. Ostrowski. Mas Alto que los Condores. Autor: Victor Ostrowski

Nuestro campamento a 6.350 mts. en la ladera oriental del Aconcagua. Expedición polaca de 1933-1934. Foto: V. Ostrowski


El sol se estaba ocultando detrás del Mercedario, la sombra del picacho ya nos invadía y la temperatura comenzó a descender. En el ínterin siendo que me invaden hormigas. Seguramente han penetrado debajo de los sweaters y las camisas. Me corren por la espalda, me hacen cosquillas con las patitas hasta en el rostro y en las cejas. Me sacudo, me paso la mano enguantada por la cara, pero no puedo atrapar uno solo de los molestos insectos.

¿Hormigas arriba de los cinco mil metros de altura? ¿En este desierto de hielo y roca, donde constantemente reina el frio? El descubrimiento no solo me sorprende, sino que me asusta.

“Adam -Exclame- una invasión de hormigas. En algún lugar debe haber un nido. Vamos a tener que mudar la carpa”.
“Tienes razón -contesto el interpelado- siento un montón en el cabello. Han penetrado debajo de la mallita de lana” y con un ademán violento se sacó el cubrecabeza…

Al mirarlo me creí víctima de una alucinación. Asombrado, me senté simplemente en el suelo y mi rostro debió reflejar una expresión muy tonta: La hermosa melena de Adam, estaba parada sobre su cabeza. Como un haz de paja, como un cepillo… Parecía un fantasma.

“Tu cabeza, Adam. Tienes como un halo” y levanté la piqueta para tocar con su punta a mi compañero. Éste quedó rígido de asombro al oír acercarse la piqueta…. La piqueta estaba siseando y de su punta de hierro saltaba un haz de chispas. La tiré de golpe al suelo y dejó de sisear.

Fue así como trabamos conocimiento con el fenómeno de las descargas eléctricas. Tanta era la electricidad que nos envolvía que en cada punta rocosa se producían descargas. Al sacarnos o ponernos un sweater de lana se producían ruidos como en esas máquinas que, en las escuelas, se emplean para hacer demostraciones de electricidad estática. Con la piqueta podía ejecutarse una melodía: mantenida a ras del suelo, con la punta hacia abajo, permanecía silenciosa, pero a medida que se le alzaba comenzaban a salir chispitas. Estas y el consiguiente ruido aumentaban hasta volverse realmente impresionante. De noche, al penetrar y salir de la carpa, al rozar sus paredes de seda, se provocaba una azulada descarga y misteriosas lucecitas titilantes invadían el interior.

Naturalmente, Adam se puso a estudiar el fenómeno. Ante todo, importaba calcular el grado de humedad relativa del ambiente. En esa nuestra primera noche sobre el Mercedario, los cálculos acusaron: …un cero redondo. El aire carecía totalmente de humedad. No se podía encontrar ni siquiera vestigios y, esa sequedad absoluta está siempre acompañada por el fenómeno de las descargas eléctricas.

Finalmente, nos acostumbramos. Consideramos que no había peligro y “las hormigas”, dejaron de impresionarnos.

La noche resultó tan templada, apenas cinco grados bajo cero, que decidimos con Adam no llevar mañana la carpita. A decir verdad, el prolongado buen tiempo nos había echado a perder. Además, Adam, afirmaba que, precisamente, esa sequedad del aire señalaba la prosecución del buen tiempo. Para aliviar aún más la mochila, resolvimos llevar una bolsa de dormir biplaza, en vez de las dos individuales. Esta última había que ir a buscarla a la base.

El 16 de enero, Adam, trasladó parte del equipo, especialmente los aparatos, hasta el glaciar. Luego regresó al campamento I para dormir. Víctor, bajo a la base a buscar la bolsa de dormir biplaza y volvió al campamento I. los otros dos grupos estaban instalados en el campamento II, en la parte inicial del glaciar.

Esta fue la nota referente al segundo día, tal como se asentó en le diario de la expedición. Ateniéndose a escuetas palabras ello parecía simple y sin interés.

Cerro Mercedario 6.800 mts. Foto: J. K. Foto inedita del libro Polaco. Mas Alto que los Condores. Autor: Victor Ostrowski

Cerro Mercedario 6.800 mts. Foto: J. K. Foto inédita del libro Polaco


Un simple viaje de ida y vuelta. Realmente no hubiese tenido nada de extraordinario si no se hubiera efectuado a más de cinco mil metros de altura y con carga.

Para mí, ello significaba descender ochocientos metros y volverlos a trepar en el mismo día. A la noche, nuestra segunda noche en el campamento I, tanto Adam como yo, dormimos perfectamente y teníamos buen apetito.

Al día siguiente… 17 de enero, vivac en seis mil cien metros. El tiempo era esplendido. Sin una nube. Partimos temprano, dejando en el campamento la carpa y las bolsas de dormir individuales.  En su lugar llevábamos la bolsa Zdarsky. Las mochilas pensaban mucho menos.

Antes de penetrar en el glaciar alcanzamos a los dos grupos. El camino hacia la cumbre era bien claro. Había que pasar el glaciar, llegar a la base de la pirámide final y luego, derecho hacia arriba. Todo ello, muy sencillo… en el papel. Los Esteban resolvieron cruzar el glaciar en su parte baja y atacar la cumbre por la arista Oriental que se inclina con relativa suavidad. Adam y yo, teníamos el propósito de marchar directamente por la ladera del Norte. Koko (Constantino Yodko Narkiewicz) y el Vampiro (Juan Dorawski), seguían nuestros pasos.

El glaciar, llena una enorme olla que se hunde entre las pirámides de la cumbre y uno de los contrafuertes del Mercedario. El transito no era difícil, pese a la superficie partida por una red de grietas. Estas son de escasa profundidad y, lo más importante de todo, no se hallan enmascaradas por las traicioneras capas de nieve que pueden hundirse bajo el peso del andinista.

Es dado desviarse y avanzar cómodamente entre las grietas, buscando el paso más apropiado.

El paisaje, hermoso en su severidad, infundía un temor sobrenatural. Trepamos por un blanco infinito, cuyos helados cristales, semejantes a miles de pequeñas primas, reflejaban los rayos solares. Había tanto resplandor que nos vimos obligados a colocarnos dos pares de anteojos muy oscuros superpuestos. ¡Como calentaba ese resplandor! Nos encontrábamos en medio de una caldera de hielo, como si estuviéramos dentro del tubo de una lampara de cuarzo. Parece extraño lo que digo, pero, jamás, ni en África ni en los desiertos de Asia Menor he sentido tan directamente el calor fueguino del sol. Abrasaba. Nos hubiera literalmente frito y cocinado en nuestro propio jugo si la sequedad del aire, la absoluta falta de humedad no nos hubiera impedido sudar. La piel del rostro, reseca como pergamino, se rajaba pese a la capa de ungüento protector. Incluso se producían pequeñas heridas.

Trepábamos uno tras otro. Siguiéndonos las pisadas, muy lentamente, tratando de emparejar los pasos y con un loco latir de corazones. Las mochilas se habían tornados nuevamente pesadas, sobrecargadas por el sweaters y casacas que nos íbamos quitando. Nos aplastaban como en una pesadilla. Nos parecía que, si llegábamos a caernos, nos faltarían fuerzas para levantarnos.  Cada veinte o treinta minutos hacíamos un pequeño descanso, sin sentarnos, poyados de pie en la piqueta clavada en el hielo y pescando el aire con nuestros fatigados pulmones.
¡Oh, ese calor! ¡Esa abrasadora luz que venía de arriba y esa otra, más abrasadora aún, que venía de abajo, del resplandeciente hielo! Adam, murmuró algo entre dientes.

¿Qué dices -pregunté-, habla más fuerte?

No… dijo así no más. El hombre nunca está contento con lo que posee. Ahora maldecimos el calor del glaciar. Dentro de unas horas, castañeado los dientes, soñaremos con el calor del sol.

Frente nuestro, del otro lado del glaciar, se elevaba la imponente pirámide del Mercedario, con su purpuro manto de rocas. Hasta la cima solo faltaban mil metros. Un pequeño paseo. Diez cuadras… Sólo que ese kilómetro había que hacerlo para arriba, subiendo como en un ascensor.

Expedicion Polaca 1934. En el ventisqueros del Cerro Cortaderas a 4400 msnm.

Expedición Polaca 1934. En el ventisqueros del Cerro Cortaderas a 4400 msnm


Despacio, con lentitud mortal, iban pasando las horas. Despacio con lentitud mortal nos acercamos a la orilla opuesta del glaciar donde comenzaban las empinadas rocas coloradas. Recién al anochecer llegamos a ellas y pudimos sentir su áspera dureza bajo la suela de nuestros botines. El aplastante calor desapareció tan instantáneamente como desaparecieron las lucecitas bailadoras del glaciar, al esconderse el sol detrás de la arista Occidental. El salto de temperatura era tan chocante, tan inesperado que, al ponernos nuevamente los abrigos, Adam no pudo contenerse y tomó la temperatura: “Diez grados bajo cero -comentó flemáticamente-. Hace un momento esto parecía un Sahara.”

Era ya tarde. El altímetro marcaba seis mil cien metros de altura. Solo faltaban seiscientos metros hasta la cima. Decidimos vivaquear donde nos encontrábamos.

Cuando, en la pequeña plataforma elegida para desempeñar el papel de dormitorio, traté de apartar algunos trozos de roca y emparejar el piso, constaté que todo estaba tan unido al hielo como si hubiera echado una capa de cemento. Nada que hacer. Dormiríamos sobre el hielo. Por lo menos trataríamos de dormir y descansar. Los preparativos, en este caso resultaban poco complicados. Desplegamos el manto impermeable. Encima colocamos nuestra bolsa biplaza. Eso era todo, ya que habíamos dejado la carpa en el anterior campamento.

Antes de retirarnos para descansar, buscamos con la vista a los colegas. Más o menos a un kilómetro hacia el Oriente, a igual altura que nosotros, vimos a los Esteban instalando su carpita. Habían cruzado en glaciar y mañana atacarían la arista. Estábamos pues tranquilos a lo que ellos, se refería. Todo parecía desarrollarse conforme al plan trazado. No así el tercer grupo. Este había quedado muy rezagado. Ni siquiera había podido llegar hasta la orilla Sur del Glaciar. Habían tenido que detenerse para vivaquear en medio del mismo. Observamos sus ademanes muy lentos y vimos cómo se introducían en la carpa. Brilló la luz de una linterna eléctrica, trasluciéndose a través de la delgada seda. De lejos parecía un farolito chino abandonado en el glaciar.

Mientras tanto, en los lejanos valles, en la altura de los glaciares, comienza la cotidiana alquimia luminosa del día que se extinguía. Como una paleta del gran Maestro, los pintorescos colores se iban mezclando, se iba atenuando el brillo, se formaban suaves tintes. La violeta lejanía del valle se oscurecía, el rojo de las rocas se palidecía, las luces del incendio vespertino de los glaciares se extinguían. Avanzaba la noche. Nos helaba el frio. Pese a todas las capas de lana y tejidos superpuestos, comenzábamos a tiritar temblando como una gelatina. Nuestros dientes tintineaban un bailable. No era tan fácil impedir esa especie de ladrido, no era tan fácil de apretar fuertemente las mandíbulas, cuando se respira generalmente con la boca abierta.

Con los preparativos para acostarnos significaba: Sacarnos los botines, y meternos en la bolsa, con toda nuestra ropa puesta, con la manilla en la cabeza y con los guantes calzados.

Tuve miedo por mis botines. Pese a los consejos y hasta la indignación de Adam, no había traído mis botines gramponados, sino que salí del campamento base con los clásicos y seguros botines alpinos, guarnecidos de filosos clavos. Durante el cruce del glaciar cuando abrazaba el sol, forzosamente los botines se humedecieron. Si me los sacaba para dormir, dejándolos a la intemperie, mañana los encontraría convertidos en una helada cascara. Habría que calentarlos y ablandarlos sobre el fuego. Ello implicaba una pérdida de tiempo y de combustible, a más de proporcionar un secado muy imperfecto y peligroso. Sin pensarlo más, los metí dentro de la bolsa de dormir. Prefería calentarlos con mi propio cuerpo que no molestarme, a la mañana, con la complicada operación de deshelarlos sobre el primus. Adam, no protesto a pesar de que éramos condominios de una solo y misma bolsa. Él bien sabía lo que representaban los botines helados. Únicamente, murmuro algo entre dientes, refiriéndose a la terquedad de la mula de ciertas personas y, ostensiblemente, colocó al aire libre sus botines gramponados, cerca de la bolsa de dormir.

Una vez inquirió la temperatura: “Quince grados bajo cero -constató el meteorólogo-. La temperatura normal para un interior.”

En su voz percibí una leve nota de desencanto. ¡Querido Adam! Te conozco bien. Sé que hubieses preferido una temperatura mucho más baja. Ello ayudaría a comprobar las excelentes cualidades de la bolsa de dormir que proyectaste… Por lo que a mí se refiere, mejor esa “temperatura normal para un interior”. No deseo enriquecer mi experiencia, con una oreja helada, por ejemplo.

Acostados y apretados el uno contra el otro, comenzó la última tarea del día: prepara ovomaltina en el calentador y llenar con ella los termos para mañana.

La operación no era complicada. El calentador se ubicaba cerca de nuestras cabezas. El agua no había que irla a buscar porque no había. Bastaba estirar la mano hacia el costado, recoger unos trozos de hielo, colocarlos en la cacerolita y esperar… ¿Esperar que hirviese el agua del hielo derretido? ¡No! ¡Eso sí que no! Demasiado lujo. En aquellas alturas habíamos perdido la costumbre de hervir los alimentos. Bastaba que el líquido estuviese tibio, que el polvo de la ovomaltina se mezclara bien y que se disolviese la azúcar.

Nuestros botines gramponados permitian despues de tallar escalones con la piqueta vencer hasta las mas abruptas pendientes de hielo cristalino. Foto: V. Ostrowski. Mas Alto que los Condores. Autor: Victor Ostrowski

Expedición Polaca 1934. Foto: V. Ostrowski


Un trozo de chocolate, un puñado de bizcochos, algunas pasas de uva, unas ciruelas, ha aquí toda la comida. Para tener mejor apetito a seis mil metros, hubiera sido menester una aclimatación más completa que la nuestra y realizada en alturas mayores.

Mientras preparaba la comida (debo recordar mi título de “el mejor cocinero”), pensaba que los utensilios los lavaría Adam, aunque fuese en la base principal, ¿pero los lavaría él? Sin embargo, mi colega me pedía reconociese sus capacidades meteorológicas. Había pronosticado buen tiempo para los próximos días y: …

“No hay ni un soplo de viento -exclamaba muy orgulloso-. El cielo está limpio. La temperatura es sólo de quince grados”.

Llené dos termos con bebidas caliente y propuse, teniendo en cuenta la suave temperatura de 15°C, guardarlos en la bolsa de dormir. Adam protestó, dándome una conferencia sobre la construcción y calidad de los termos. Subrayó que la bolsa había sido planeada para dos personas, pero nunca para dos personas, dos termos y un par de botines mojados. Un poco herido por la falta de hospitalidad hacia mis botines y para no discutir, coloqué un termo en la bolsa y otro afuera. Al día siguiente, Adam, tuvo que reconocer que yo tenía razón.

El segundo termo se había congelado, convirtiéndose el líquido en una barra de hielo que hizo reventar el vidrio. Tuvimos que conformarnos con el contenido de un solo para las dos personas durante todo el día.

En realidad, la bolsa era sumamente angosta. Ahora pagábamos los ahorros hechos en sus dimensiones en procura del mínimo peso. Una vez que nos hubimos puesto las incontables capas de nuestra vestimenta tipo cebolla, llenábamos completamente la bolsa. Ni que pensar en acostarse de espalda. Pero no nos quejábamos.

Apretados el uno contra el otro nos calentábamos mutuamente. A los pies sentía la dureza de los botines allí metidos y en mis brazos acariciaba suavemente el termo con la bebida para el día siguiente. La capa de aluminio que cubría el vidrio no me inspiraba mucha confianza. Debía ser sumamente delgada porque pesaba muy poco. Los termos habían sido elegidos por Adam y éste, como siempre, se había guiado por el peso. El solo pensar que una cosa así podía romperse e inundar el interior de la bolsa de dormir, me helaba de espanto.

Pero, aún sin pensar en eso, el frio se dejaba sentir. La temperatura debía estar bajando continuamente. Un halito helado subía del suelo, penetrando como la hoja de un cuchillo. Empezaba a helarnos los codos, los hombros y las caderas, las partes más sensibles del cuerpo.

Cuando teníamos un costado entumecido, cambiábamos de posición. Esto era muy complicado. Nos movíamos simultáneamente, a una señal dada. Si alguien nos hubiera observado habría sin duda, preguntado que significaban esos dos gruesos cuerpos sacudiéndose dentro de una bolsa. Nosotros, empero, no pensábamos en reírnos y, con envidia, recordábamos a los colegas de los otros grupos que eligieron una táctica mejor y que estaban resguardados del frío por la doble pared de las carpas.

“No te sería posible correr a los pies ese termo del diablo -se quejó Adam-. Me lo incrustó en la espina dorsal. No puedo dormir”.

Pero, cuando traté de hacer crítica constructiva referente a los cálculos de las bolsas de dormir biplaza, y expuse la tesis de que, si se hubiese confeccionado teniendo en cuenta no sólo su peso sino también la posibilidad misma de dormir dos personas dentro de ella y, por añadidura, con un compañero tan inquieto como Adam, nos helaríamos menos, Adam, simuló dormir como un ángel. Seguro de que no proseguiría con sus hirientes observaciones, estire la mallita de la cabeza sobre el rostro y me envolví con un echarpe de lana. Aprecio mi nariz y no me hubiera agradado perder un pedazo de ella por congelación, aunque fuese bajo la cumbre del Mercedario.

A ratos comenzábamos a dormitar, pero, casi de inmediato, nos despertábamos nerviosos, con la sensación ahogarnos. Los dos teníamos la llamada respiración de Cheyne Stockes. Parecía como si, después de   unas cuantas aspiraciones violentas, se nos escapase el aire de los pulmones y quedase un molesto vacío en el pecho. Es otro síntoma habitual del hambre de oxígeno.

Las hondas grietas en el glaciar a 6.400 metros, Aconcagua

Las hondas grietas en el glaciar a 6.400 metros, Aconcagua


Una noche pasada en esa forma difícilmente puede llamarse descanso. Por la mañana estábamos tan rígidos de frío que esperábamos con impaciencia los primeros rayos del sol para calentarnos, aunque solo fuese un poquito. Tuvimos suerte. La ubicación de nuestra hostería era tal que fuimos los primeros a quien visitó el sol. La temperatura volvió a ser “la normal para el interior”. Otra vez había solo 15°C…

Duros y entumecidos, enrollamos la Zdarsky y la bolsa de dormir. Junto con la parte pesada del equipo las colocamos en la mochila roja y esta quedó apoyada sobre una roca, en forma que pudiese ser vista desde lejos. Queríamos avanzar con la mínima carga posible: un termo, algunos víveres, el aneroide, el hipsómetro, la brújula y los aparatos fotográficos. Al regresar, recogeríamos las cosas allí dejadas.

Antes de salir observamos los campamentos de nuestros colegas. La carpita del glaciar no mostraba señales de vida. Supusimos que estarían apunados y, más tarde tuvimos la confirmación de ello. Llamamos a los gritos a los Esteban. No entendimos lo que nos contestaron. No era cosa fácil gritar con una presión de media atmósfera.

Mientras tanto algo parecía venir del Oriente. Surgían nubes y se oían como lejanos truenos. ¡Lo único que faltaba! Una tormenta cerca de la misma cumbre. Pero quizás pudiéramos adelantarnos a ella.

Un rápido cálculo. Hasta la cima faltaba solamente unos seiscientos metros. Si hiciéramos el máximo esfuerzo de que éramos capaces, si reuniésemos toda nuestra fuerza de voluntad para combatir los síntomas de la puna, si trepásemos rápidamente, tal vez lográsemos llegar antes que la tormenta. Porque no solo se trataba de llegar a la cumbre, sino también de hacer observaciones para un croquis topográfico, hacer que necesitábamos echar un vistazo sobre el macizo de la Ramada que se alza al otro lado del Mercedario. También necesitábamos tiempo para cotejar las indicaciones del altímetro con el hipsómetro, tiempo para hacer hervir el agua en este último, tiempo para tomar ángulos, y todo eso en la misma cumbre…

¿Qué era lo que nos amenazaba? Si la tormenta venía acompañada con nevazón, perderíamos nuestras huellas cubiertas por la nieve fresca y, al descender, resultaría imposible hallar la bolsa roja. ¿Podríamos, entonces aguantar una noche sin los elementos de vivac más indispensables? Ello parecía poco verosímil, pero, tal vez, nos encontrásemos la carpita del grupo que había acampado en medio del glaciar.

Un soplo de viento helado interrumpió cavilaciones e indecisiones. Comenzamos a trepar hacia arriba.

Considero que el diccionario de todos los alpinistas de todas partes del mundo, hay que borrar, para siempre, la palabra solamente. En las montañas, resulta un vocablo carente de sentido. ¿Qué significa la expresión “hasta la cumbre falta solamente…apenas…? cien… cincuenta… o, incluso, pocos metros?” ¿Qué importancia tiene eso, si todavía queda por conquistar la misma cumbre y si, de ese lugar, será quizá forzoso regresar sin la victoria? Setecientos metros de ascensión, en terreno no muy difícil, sobre piedras que no se desprenden bajo los pies, pues están sólidamente unidas por el hielo ¿No es acaso un juguete? ¿Una marcha rápidamente hacia arriba?

Ya cerca de la cumbre del Mercedario. Foto: Victor Ostrowski


Iniciamos el gran esfuerzo de dar paso tras paso, con los pies pesados como plomo. El corazón protestaba. Latía como enloquecido. Faltaba el aliento. ¡Pensar que estábamos apurados! Después de hacer los primeros cincuenta pasos (los contábamos y nos obligamos, con toda nuestra fuerza de voluntad, en hacer una definida cantidad de pasos), nos vimos forzados a detenernos, inclinados sobre las piquetas, pescando ese aire tan sutil, con las bocas bien abiertas. Un corto descanso para calmar el corazón desbocado. En marcha nuevamente.

Los descansos marcaban los tramos, cada cuarenta…, treinta…, veinte pasos.
Sin embargo, en la primera hora, conquistamos trescientos metros de altura.

Un gran peñasco nos atrajo con la posibilidad de resguardarnos por un momento del viento que arreciaba cada vez más. Nos sentamos pesadamente sobre el hielo y nos concedimos diez minutos de descanso. Comimos unos terrones de azúcar, pero la sola idea de seguir comiendo, nos produjo repugnancia, en cambio teníamos una sed enloquecedora. Tratamos de engañarla, con pequeños traguitos del precioso liquido contenido en el termo. Debíamos ahorrarlo, pues ni soñar en prender el calentador dado el viento que soplaba. Además, sabíamos que el aplacar la sed con un mayor volumen de líquido, dificultaría la labor del corazón que ya, sin ello, parecía querer estallar dentro del pecho.

En aquel momento vimos que los Esteban abandonaban su carpita y comenzaban a trepar hacia arriba. A lo lejos, en pleno glaciar, la carpita de Koko y del Vampiro, seguía aún sin movimiento. Poco después, pesadas nubes que, lentamente subían desde el valle, nos la ocultaron a la vista. El círculo de observación se cerraba poco a poco. La tormenta ascendía. Por encima de la abultada masa de las nubes solo emergían una que otra cumbre. Las manecillas del reloj pulsera señalaba, implacable, el fin del descanso. Arriba otra vez.

Durante la hora siguiente ascendimos solo cien metros. No cabía duda que la tormenta nos alcanzaría. Una sola posibilidad: que pasare por el bajo sin llegar hasta nosotros.

Nunca había imaginado antes que, caminando tan despacio y con una mochila tan liviana, fuese posible cansarse en forma tan tremenda. No sabía que el corazón puede latir tan fuerte y llegar hasta la garganta misma, como si tratara de asfixiar al andinista. No sabía… que yo pudiera aguantar tanto. Seismil seiscientos metros de altura. Hacia rato que habíamos dejado de andar treinta o cuarenta pasos entre cada descanso. Solo el máximo esfuerzo solo podíamos hacer diez, y muy despacio. Nuestros movimientos, seguramente, hubiera hecho recordar al conocido truco cinematográfico de la cámara lenta. En ese aire enrarecido, nos movíamos como sumergidos en aceite, con ademanes vacilantes, tambaleando bajo el peso del huracán.  

El terreno se tornaba cada vez más abrupto. Las rocas se empinaban. Quizás fuese una ilusión. Una alucinación, provocada por el insoportable peso de nuestros pies. Había que moverlos, trasladarlos y buscar -para ellos- un apoyo suficiente como para levantar todo el cuerpo de algunos centímetros. Pee a la ayuda de la piqueta, ese tercer pie del andinista, solo podíamos hacer cinco pasos seguidos. No conversábamos. Ahorrábamos todo el aliento. La sangre zumbaba en los oídos y el pulso latía violentamente. La cabeza nos dolía, como si un zuncho de hierro nos apretase las sienes con fuerza cada vez mayor.

Integrantes de la expedición de 1939 en la base al pie del Nanda Devi: Janusz Klarner, Jakub Bujak, Adam Karpiński, el médico británico Dr. JR Foy, el principal oficial de enlace S. Blake y Stefan Bernadzikiewicz


“Poca aclimatación -murmuro con dificultad, Adam-. El Vampiro tenía razón. No surtió efecto pasado seismil. Quizás trepamos muy ligero”.
Quise contestarle algo referente a eso de trepar “muy ligero”, algo respecto de cómo se sienten los pescados fuera del agua, pero en mi cabeza vacía no podía hallar las palabras. Además, violentos y agotadores vómitos, me interrumpieron.

“Otro síntoma de la puna -constate torpemente al cabo de un rato-. Tu predicción de buen tiempo…”

Un trueno ensordecedor no me dejó concluir la frase. Sin embargo, la tormenta permanecía aún debajo de nosotros. La cumbre misma brillaba al sol. Estaba tan cerca. Proseguimos.

Puedo decir con orgullo que, pese al cansancio, la idea de volvernos vencidos, ni si quiera se nos ocurrió. Nos convertimos en una suerte de máquinas que, despacio, muy despacio, trepábamos más y más hacia arriba. Muchos de nuestros pasos se resbalaban. El corazón, el estómago y los músculos de nuestras piernas, agotados, pero el factor más importante, el motor de la voluntad, no cejaba en su lucha contra la puna y el cansancio.

Habían pasado cinco horas desde que salimos del vivac. Cinco horas para vencer tan solo seiscientos metros. Un esfuerzo más, unas cuantas trepadas, unos cuantos pasos, y… “La cumbre!

¿Qué siente un hombre que, durante largo tiempo, durante meses, ha soñado continuamente en conseguir algo, que ha vencido todas las dificultades que se le presentaban con tenacidad y constancia? ¿Qué siente ese hombre en el momento supremo de conseguir el fin perseguido?

En la cumbre del Mercedario… claro, solo puedo hablar por mí. Estaba tan aturdido. Raros sentimientos me envolvían como una tibia ola enternecedora. Era una mezcla de alegría, de triunfo y … un leve desencanto porque, finalmente, ello fue logrado con relativa facilidad. De un gesto impaciente, me saque los anteojos protectores y con los ojos muy abiertos mire alrededor, tratando de fijar para siempre en mi memoria el paisaje que nos rodeaba. Era una visión fantástica. Estábamos en una verdadera isla que emergía de un extraño mar, cubierto por un pesado oleaje plomizo y caótico. Y esa movediza masa gris rugía. Los truenos se sucedían como las salvas de cientos de cañones, repetidas y magnificadas por el eco de las ollas y gargantas montañosas que las derramaban en cascadas. Se silenciaban en algún lugar de la lejanía para volver nuevamente en una ola de sonidos tan grandes y profundos. Como la del Niagara. Nos ensordecía, nos aplastaba y, por encima nuestro, desde el occidente, venían nubecillas casi transparentes, emplumadas, frías, muy cercanas al cielo. Era como una visión de la creación del mundo que el Mercedario nos brindaba, atemorizándonos con ese misterio cósmico. Porque la isla de la cumbre, que se eleva por encima de todo, se achicaba por instantes. La tormenta subía cada vez más, las nubes, como reflejos del océano, irrumpían en la ladera por donde ascendimos, estrechando cada vez el cerco de la cumbre, donde estábamos.

Por otro lado,bueno fue la experiencia y el sentir de este andinista, Adam, que a pesar de que decía ser un presuntamente ateo, los hechos y las maravillas de la montaña, hicieron que, en el fondo de su sentir, vuelva a ese Dios que había dejado de lado; pero que mejor darles paso a las propias palabras de Víctor Ostrowski, que nos explicaba y nos contaba lo que vio en su momento, cuando arribaron a la cima del Cerro Mercedario, en San Juan:

“Adam, exclamé, tenemos que apurarnos. Dentro de un momento tendremos…” Me di vuelta para mirar a mi amigo y las palabras se detuvieron en mis labios. Desde aquel instante han pasado muchos años. La vida no me ha ahorrados hondas y fuertes emociones, pero lo que vi en aquel momento, lo que sentí y entendí, quedará como recuerdo único e inolvidable hasta el final de mis días. Adam, el travieso y despreocupado Adam, que se las daba de hombre cínico, que decía poseer “sus propios dogmas vitales”, Adam, duro, fuerte, incondicional admirador de la inhumana filosofía de Nietzsche, aquel Adam… estaba hincado de rodillas y, hundido el rostro en las manos, rezaba. Adam, mi inolvidable y viejo amigo. No conozco las palabras de tu plegaria. Jamás hemos hablado de ella.

En la cresta de la cara este del Nanda Devi


Por delicadeza, lo eludimos siempre en nuestras conversaciones. Aquel momento en la cumbre era demasiado personal, demasiado íntimo. Ahora puedo mencionarlo. Ahora que ya estás sin vida, cuando encontraste tu tumba cerca del cielo, tumba realmente alpina, bajo un alud del Himalaya. Y lo menciono para agradecerte esa extraña emoción que me invadió al verte sumido en aquella plegaria de gratitud.

Realmente, creo que, si en alguna forma se pesan nuestras acciones, buenas y malas, esa plegaria tuya en la cumbre del Mercedario, te será tenida en cuenta. Era tan sincera y tan hermosa…”

El 24 de febrero de 1934, la Primera Expedición Polaca a Los Andes, se encontraba en la localidad de Uspallata, Mendoza, Argentina. La misma, venía ya de su viaje triunfal por el Ramada y Mercedario, a dos meses largos de campaña; ahora la importante tarea es procurar su máximo objetivo: el Aconcagua.

Toman la quebrada de Vacas, asciende la quebrada de los relinchos, y el 4 de marzo, se instala el Campamento Base, que se encuentra a los 4.000 metros de altitud.

Curiosa coincidencia: apenas unas horas antes llegan los italianos a Puente del Inca luego de intento fallido, decidiendo reiniciar tres días después la lucha.

Lo cierto que los polacos, saben de la presencia de los italianos, pero no de sus resultados, y buen relato sobre estas lides nos hacen los autores de Historia del Aconcagua, escrita por Ugarte, Punzi y De Biasey, nos decía: La ruta del río Horcones vibra con el empuje de los italianos; la senda del Vacas cede al paso cronométrico de los polacos. Y ambas fracciones, con derroteros diferentes, hacia los faldeos opuestos y por caminos paralelos, convergen al vértice dominante del implacable rey cordillerano.

El 5 de marzo de 1934, el sendero virgen de los Relinchos, zócalos formidables, irregularmente festoneados de rocas de avalanchas, se perturba en su silencio de siglos: Narkiewicz, jefe de expedición, preparaba su escalamiento, como digno broche final de su larga campaña.

El ruido de los cascos trepa los colosales faldeos, trecho a trecho más difíciles al tránsito de las bestias. A los 4.850 metros, la gente desmonta y la marcha prosigue a pie, en los declives arenosos de creciente inclinación.

Los hombres se dividen en tres fracciones independientes: Daszyinski (geólogo) y Osiecki (operador cinematográfico), primer grupo; Narkiewicz (jefe de expedición) y Ostrowski (fotógrafo), segundo grupo; Dorwaski (medico) y Karpinski (meteorólogo), tercer grupo. El final de la jornada los sorprende a los 5.500 metros; allí se instala el primer vivac intermedio. Por la mañana, del 6 de marzo, el ascenso se reinicia dificultosamente. Fuertes cuestas se oponen al progreso del empinamiento, y es preciso tantear en el terreno en procura de la verdadera ruta hacia la oculta cima. El muro rocoso que corta el avance exige explorar, reconocer, examinar sus posibles gargantas.

Dibujo a mano alzada del campamento base en el Nanda Devi, A. Karpiński


La caravana atraviesa estribaciones parcialmente nevadas, tuerce hacia el Noroeste, y fuerza el pasaje de la cadena. Del otro lado, espera el sacrificio de trepar los planchones de hielo del glaciar de Vacas. En el cruce de la montaña, se levantan las carpas por segunda vez, a 5.900 metros.

El 7 de marzo, la expedición traspasa la barrera rocosa, y enfilando hacia el Sur, se encarama sobre las rampas del gran glaciar. La prueba es penosa y termina a los 6.300 metros, donde en dos grupos se establecen con sus carpas en una cueva del ventisquero. Dorwaski y su compañero Karpinski, que cubrieron sin equipos la etapa, continúan la ascensión y retroceden por la noche al vivac de los 5.900 metros, agotados por el cansancio.

La alborada del 8 de marzo, se presenta llena de promisorias perspectivas. El tiempo es propicio, y el viento, primer enemigo de los andinistas, cesa de batir las fantásticas laderas del Aconcagua.

A tramos, emergen del helado piso negras rompientes de peñascos sumergidos en el desnivelado mar del ventisquero. Setecientos metros de altitud separan la codiciada meta del empeño inquebrantable de los cuatro ascensionistas restantes que a mediodía se lanzan por la trayectoria accidentada, desigual. En cada cuenca de hielo, la visión del vértice final desaparece. El avance era lento, los pies se hundían al afirmar los granpones, el frío (-15° C), persistía. Ocho horas requirieron la fase final del escalamiento por esta nueva ruta: a las 18,00 horas y luego de 8 horas de marcha las dos cordadas que habían quedado para el asalto final arribaron a la cumbre, Daszyinski y Osiecki, la primera y Narkiewicz (jefe de expedición) y Ostrowski, son los que lograron coronarla.

Los testimonios de cumbre son tomados por los expedicionarios, testimonios que solo habían permanecido casi 6 horas, mientras que se deja el piolet del jefe de expedición como testimonio de esta nueva expedición. Seguro que el esfuerzo del intento del día anterior de la otra o tercera cordada no permitió el coronamiento de la cima por nuestro biografiado, pero sin lugar a dudas que el triunfo había sido de todos. Fue una dura experiencia en lo poder coronar la cumbre más alta de América, pero el desgastante intento, lo dejo con la experiencia de su sabor amargo, por sobreestimar sus fuerzas y subestimar el esfuerzo.

De esta expedición hay una anécdota que relata en su libro Víctor Ostrowski, respecto a la situación económica calamitosa que estaban al finalizar la misma, y que menciona como protagonista a Adam, en el regreso en la ciudad de Buenos Aires; ocurrió luego de un espectáculo en el cual participaban en el Luna Park, donde fueron presentados y ovacionados por los presentes, luego de lo cual, nos decía: …Aquellos días luminosos también tenían su lado sombrío… el aspecto económico. Como había dicho al comienzo de su relato, la parte financiera de la expedición dejaba mucho que desear.  En nuestro presupuesto, el rubro “gastos de regreso” ostentaba un cero redondo. El único de los seis que -fuera de la magra caja común- poseía algunos fondos era Adam. Verdadero Creso de la expedición, constituía nuestro último recurso. Pero Adam, al salir, había cometido la imprudencia de prometer a su hijito mayor, Juancito -de seis años de edad- que le traería …un mono. Jamás pudimos descubrir cómo se le había ocurrido semejante cosa. Seguramente sus nociones geográficas se habrían entremezclados, confundiendo la cordillera con la selva.

Lo grave fue que el mono que había sido prometido y que, por ello, Adam, tuvo que aguantar un sinfín de bromas durante la expedición. Además, había que conseguirlo antes de volver.  Sin el mono, imposible regresar. Pero, ya en Buenos Aires, Adam recibió una carta de su casa. Era corta pero expresiva: “Querido papito. Ya no hace falta el mono. Vuelve solo, lo más pronto posible. Juancito.”

Expedición polaca al Himalaya 1939. Cara este del Nanda Devi


Adam se sintió invadido por terrible nostalgia. Durante unos días anduvo cabizbajo, calculando y sacando cuentas. Después, sin esperar más, sacó un pasaje sobre el primer barco y se embarcó. Desde luego, sin mono. Junto con Adam, desaparecieron nuestros últimos recursos…

Son tiempos lejanos, pero los recuerdo con indecible cariño. El amor propio nos impedía solicitar un préstamo. Con orgullo ocultábamos nuestra miseria y como dicen los criollos “al mal tiempo, buena cara”.

Adam, se había casado con Wanda Czarnocka Cumft, una médica y alpinista polaca, de cuyo matrimonio nació Jacek Karpiński y Marek. Jacek Rafał Karpiński, reconocido ingeniero en electrónica e informática polaco, alias en Little Jacek. Nos contaba la propia Wanda, que:

Bien conocida es la siguiente anécdota: Ingeniero y piloto en los establecimientos FIAT, vivía con su esposa, conocida alpinista y esquiadora, medica de profesión, en la Alta Italia. La señora estaba próxima a tener familia. Adam, decidió, como lo recalcaba su esposa, “Adam, siempre decidía”, que sería un varón y que debía nacer…en la cumbre del Monte Blanco. Ascendieron a la alta cima de Europa y se instalaron en el Refugio Vallot. ¡Dios mío! ¡Instalarse en el Refugio Vallot! En un cuartito de pocos metros cuadrados, una choza de madera amarrada con cables, a unas rocas que emergían del hielo, sobre un filo batido por el viento, poco más debajo de la cumbre del Monte Blanco, a cuatro mil trescientos metros… Es una choza sin ninguno de los elementos indispensables para vivir. Su única misión es servir de abrigo contra súbitas tormentas que suelen estallar allí.

Una tarima de madera y unas cuantas mantas. Nada más. Pero Adam, había decidido que su hijo debía nacer allí. Sería un verdadero duro y quizás algún día, fuese el conquistar del Everest. Tras una permanencia de varios días en el refugio, agobiada por el mal tiempo, por la falta de todo e incluso de agua, su esposa se sublevo y exigió el regreso al valle, así se hizo, pero, al descender por la ladera italiana, Adam, eterno buscador de aventuras, cayo cayó dentro de una grieta y fue su esposa quien, sosteniéndole con la cuerda, le ayudó a salir.

La ambición de Adam, solo quedó satisfecha a medias. Nació un varón, pero nació en el valle, en la localidad de Courmayeur.

Esta inverosímil historia caracterizaba perfectamente a nuestro amigo. De fuerte contextura, algo más bajo que la media, con los rasgos duramente esculpidos, Adam, parecía tallado en un solo bloque, tanto desde el punto de vista físico, como moral.

Sin embargo, en el pecho de este fanático de la inhumana filosofía de Nietzsche, latía un corazón de oro. Su amor a la montaña rayaba en la locura. Parecía como si solo se sintiese vienen las montañas y que solo allí comenzase a vivir.

Sus sueños del Himalaya se realizaron después. A mediados de 1939, dirigió una expedición de reconocimiento organizada por nuestro club.

Pereció en una ruta bajo el cielo, sepultado por un alud de piedras desprendido del Nanda Devi. Cuando el trágico telegrama fue entregado a su esposa, ésta llevó al pequeño hijo Juanito y Marquito, los dos hijos del matrimonio, a la sede del Club Alpino, pidiendo a los colegas que llevasen a los muchachos hacia las montañas. “Ello alegrará seguramente a Adam”.

Cara este del Nanda Devi, expedición polaca de 1939


Diseñó también, la máscara especial para cubrir la cara, que tapaba la parte superior de la cara y la nariz, para protegerse del viento helado en la alta montaña y latitudes extremas, además, fue el inventor del calzado Akar, calzado compuesto de mocasines de cuero blando y fino, sin cordones en la parte interior, que llegaban hasta los tobillos, se ponían sobre tres o cuatro pares de calcetines, y sin cordones, luego venía unos zapatos de fieltro, también llegaban hasta los tobillos y sin cordones, y se ponían sobre los mocasines, luego, los zapatos con ganchos, con cordones parecidos a los de trekking, con la diferencia de que su caña estaba hecha parcialmente del encerado impregnado, las suelas del cuero eran más delgadas que normalmente y contaban con menos ganchos; los zapatos con ganchos se colocaban sobre los zapatos de fieltro. Además, de ese juego pertenecían los zapatos de clavos, en los que, entre las dos capas de cuero de la suela, se encontraba, una chapa de duroaluminio, en la capa exterior de la suela, esteban colocados diez clavos de acero oportunamente templados. Las carpas de alta montaña fueron diseñadas por él, con el nombre de carpas Akar Ramada, como su seudónimo.


En el Himalaya

Ya en el año 1924, y nuevamente en el año 1938, Karpiński, planeó una expedición polaca para conquistar el Monte Everest. 

En el año 1939, dirigió la primera expedición polaca al Himalaya. Durante este viaje el 2 de julio de 1939, Jakub Bujak y Janusz Klarner conquistaron la cumbre de Nanda Devi East, de 7.434 metros, que era el récord de altitud de Polonia, hasta ese momento.

Junto al ingeniero Karpiński, en esta expedición, Stefan Bernadzikiewicz, atacaron el pico Tirsula, de 7.074 metros, en el Himalaya Garhwal. 

El intento terminó trágicamente, ambos escaladores murieron por una avalancha en la noche del 18 al 19 de julio de 1939. Sus cuerpos no fueron encontrados.

En el viaje al Nanda Devi Oriental, en el año 1939, cuyo líder de la expedición fue Karpinski y sus compañeros fueron Stefan Bernadzikiewicz, Jakub Bujak y Janusz Klarneral,  el 2 de julio de 1939 Klarner y Bujak alcanzaron la cumbre. Desafortunadamente, la alegría de la victoria se vio empañada con la tragedia. El 18 de julio, cuando intentaban escalar el cercano Tirsuli, de 7.074 metros, Bernadzikiewicz y Karpinski, murieron sepultados por una avalancha en el campo III. Fue la primera escalada al Nanda Devi Oriental, relacionado con la maldición de la diosa hindú de la muerte y la destrucción, Kali. Nanda, es uno de sus nombres. Las primeras víctimas de la diosa fueron Bernadzikiewicz y Karpinski. Sus cuerpos nunca fueron hallados.

Una cruz en la avalancha en la que Stefan Bernadzikiewicz y Adam Karpiński murieron. Expedición polaca al Nanda Devi


Reconocimientos y diseños de estructuras

Entre las condecoraciones que recibió por su actuación tanto en la guerra como en las actividades de montaña podemos mencionar: Cruz de Plata de la Orden Militar de Virtuti Militari, la Cruz al valor, recibida en dos oportunidades y la Insignia de campo de observador No. 63, entregada el 11 de noviembre de 1928, por vuelos de combate sobre el enemigo durante la guerra de 1918-1920.

Como diseñador de estructuras de avión podemos mencionar:

El SL-1 "Akar" ("AK"), 1923, planeador.

El vión de pasajeros Karpiński, antes de 1926, proyecto de avión de pasajeros.

El avión de la escuela Karpinski, 1926, el diseño del avión escolar.

El planeador de Karpiński, 1929, diseño de planeador de competición.

La tumba de Adam Karpiński, su esposa Wanda Czarnocka-Karpińska y su hijo, el especialista en informática

Jacek Karpiński, en el cementerio reformado evangélico en Varsovia

 


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