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A 50 años del fabuloso hallazgo de la momia del Nevado El Toro
Restauración Fotográfica: Centro Cultural Argentino de Montaña, Natalia Fernández Juárez
AUTORES: Antonio Beorchia Nigris y Christian Vitry
EDITORIAL: Edición de Autor, Imprenta Papiro, San Juan.
AÑO: Primera Edición, Septiembre de 2016
FORMATO: 16 x 23 cm.
PÁGINAS: 205
IDIOMA: Castellano
Dedico esta vieja crónica de tres memorables expediciones,
al recuerdo de sus protagonistas,
hoy todos fallecidos a excepción de
Sergio Fernández y de mí
Tapa del libro Entre Nieves y Huacas. A 50 años del fabuloso hallazgo de la momia del nevado El Toro
Primera edición 2016.
Autores: Antonio Beorchia Nigris y Christian Vitry
Dos palabras para los amigos
Han transcurrido 52 años desde aquel enigmático hallazgo del cuerpo de un joven indio sacrificado sobre una pre-cumbre del nevado El Toro, a 6 120 metros de altura.
El quedó enterrado entre nieves y vientos blancos durante 500 años a la espera de alguien lo encontrara; yo dejé pasar otros años hasta decidirme a escribir la crónica de su descubrimiento, posterior rescate y de los hechos que le siguieron.
Tal vez nunca hubiese encarado tan ardua tarea dado el tiempo transcurrido, de no contar con el aliento y el apoyo de Miguel Martin, un conocido dirigente de la minera Barrick, y de su colaboradora la eficientísima Verónica Mazzaférri. Ambos con anterioridad habían obtenido imprimir a través de dicha empresa, un libro de mi autoria, titulado "QHAPAQ ÑAN - viaje por el magnífico camino de los Incas ", que aquí en San Juan tuvo una resonancia más que clisen
Posteriores problemas ajenos a la voluntad de ambos amigos, retrasaron y luego cancelaron la aparición del libro. ¿Qué hacer entonces con los textos y el material gráfico disponibles.
Para no perder una historia que hace a la arqueología San Juan, decidí por último tomar el toro por las astas y encarar yo mismo la publicación, contando con el valioso aporte científico del arqueólogo e ilustre montañista Christian Vitry, cuyo magistral compendio de lo conocido hasta la fecha sobre arqueología de alta montaña. Tengo el honor de yuxtaponerlo a mi modesta crónica.
Esta primera edición será de solo 120 ejemplares, subvencionada por ambos autores, a la espera de un mecenas cuyo interés personal, permita realizar una o varias ediciones posteriores acordes con la importancia del tema tratado.
Antonio Beorchia Nigris
San Juan, 25 de Julio de 2016
Contratapa del libro Entre Nieves y Huacas. A 50 años del fabuloso hallazgo de la momia del nevado El Toro
Primera edición 2016.
Autores: Antonio Beorchia Nigris y Christian Vitry
La mina del Fierro
La huella minera que aún hoy une el poblado de Angualasto, antigua mina de plata y plomo del Fierro, en el año 1964 se mantenia transitable incluso para camionetas de simple tracción.
El camino en sí arrancaba desde las inmediaciones de la Escuela-Hogar de Malimán, para encarar el fondo de una exigente quebrada seca, cubierta de arenas gruesas y de cantos rodados. Por último desembocaba en el árido altiplano de los Médanos de San Guillermo, cuyas suaves ondulaciones punteadas de pastos amarillos, concluían mansas a los pies del nevado "La Coipita", también conocido con el topónimo de "La Lagunita".'
Aquella zona es el último coletazo de la vastísima estepa en territorio sanjuanino, que obliga a recorrer una travesía inmensa, de una monotonía hipnotizante, pero también bella en su grandiosa soledad. Su altura media es de 3.300 metros sobre el nivel del mar.
A intervalos regulares, un pequeño arroyo corta aquel altiplano de Oeste a Este, para desaparecer las más de las veces fagocitado por las arenas pardas que enmarcan el hondísimo cañón del río de la Palca.
Allá se puede admirar -raramente- algún choique cordillerano de rauda carrera, a veces seguido por una cola de charitos color plomo con suerte se consigue divisar un relincho mientras otea el horizonte con imponente estampa de macho alfa; también es dado ver algún zorro colorado mientras persigue lagartos, o un cóndor de blanco collar y remeras abiertas en abanico como los dedos de una mano, mientras vuela en círculos hacia las alturas. Quizás aparezca junto a los una pareja de piuquenes... o raros pájaros... hasta algún tortolon pero nunca en cantidades notables.
Entonces no había vicuñas en esa porción de los llanos de San Guillermo, como no las hay hasta el presente.
Los últimos 6 kilómetros la huella abandonaba el altiplano para descender culebreando y en sesgo hacia el arroyo del Fierro por una ladera muy pronunciada, donde los vehículos debían avanzar a paso de hombre, con el capó asomando sobre el arroyo ubicado allá abajo entre cortaderales y húmedas vegas.
En enero de 1964 las cumbres septentrionales de la cordillera de Colagüil conservaban aún algunos planchones de nieves endurecidas y hasta pequeños neveros o glaciarcitos permanentes, los mismos que dan vida, gota a gota, a los arroyos ya citados.
Tercera expedición al nevado El Toro. Los miembros de la comisión oficial, de izq. a der.: Anibal Vega, Antonio Beorchia Nigris, Sergio Fernández, Jorge Enrique Varas y Clodomiro Montaño
He aquí pues descrita a grandes líneas aquella travesía
Las instalaciones de la antigua mina, explotada por los indígenas americanos desde antes de la Conquista, consistían en una corrida de habitaciones adosadas al cerro, con techos de cañas, torta de barro y muros de adobes sin revoque, juntamente con unas viejas máquinas para moler el mineral, que por entonces seis pirquineros extraían desde las profundidades de la peña para cierto Manzanares de Rodeo.
El mineral en bruto, obtenido a golpes de maza y cincel, lo subían a fuerza de brazos mediante un torno de madera en un balde metálico que se deslizaba sobre un perfil con forma de T invertida, hasta descargarlo junto a la bocamina. Desde allí lo transportaban a lomo de burro al pie de la máquina trituradora, ubicada junto a la punta del camino. No recuerdo si el mineral recibía luego ulteriores tratamientos.
Pues bien, desde este apartado lugar partieron las tres expediciones que más tarde dieron pie el entramado de la conflictva historia del hallazgo de la "Momia del cerro El Toro" por socios del Club Andino Mercedario, su posterior rescate por periodistas y fotógrafos de DIARIO DE CUYO y, en el transcurso de una tercera expedición, al encuentro de nuevos materiales arqueológicos no vistos por los expedicionarios del matutino local. Por último, aconteció la coercitiva entrega de la momia a las autoridades provinciales concurridas hasta la mina del Fierro, ello un mes después del descubrimiento.
Croquis de la plataforma ceremonial en el nevado El Toro
El primer intento
Allá por el mes de Enero de 1963, uno de los andinistas y explorador más fuertes del Club Andino Mercedario de San Juan, me refiero al alemán Erico Groch, organizó la primera expedición deportiva al que en adelante llamaremos "Nevado El Toro", porque en efecto se trata un soberbio nevado de 6.160 metros de altura, según consta en las cartas del Instituto Geográfico Militar o 6.146 metros, según la cota máxima señalada por Google Earth.
El viejo mapa "SAN JUAN" a escala 1:500.000 entonces disponible, no era exacto en cuanto a las alturas asignadas a cada nevado. Para Toro, por ejemplo, señalaba unos gloriosos 6.380 metros, o sea 2 metros más alto de lo que figura en las cartas más recientes del mismo Instituto, detalle que entonces aumentaba su interés andinístico en forma proporcional a la cota.
Las huellas tanto mineras como la que hoy atraviesa toda la reserva faunística de "San Guillermo", en aquel tiempo no existían, a excepción de la ya descrita, que conducía a la mina del Fierro y que, por otro lado, era marginal.
En cuanto al Toro, en el ambiente del Club Andino Mercedario, solo teníamos noticias incompletas de su existencia. Es más, hasta 1963 ninguno de nuestros muchachos se había interesado por escalar una montaña limítrofe tan alejada y de difícil acceso (desde el Fierro se necesitaban tres jornadas a lomo de mula para alcanzar su base) porque aún teníamos a mano enteras cordilleras vírgenes mucho más cercanas y, en segundo lugar, porque el viaje de aproximación exigía un considerable gasto en concepto de alquiler de mulas, contratación de baqueanos y traslado de equipos hasta el Fierro, que volvía la empresa muy costosa.
En la tercera expedición al nevado El Toro se puede ver adelante de los escaladores el glaciar cumbrero
La Momia (texto extraído de la página 61)
¡Un murito recortándose con nitidez contra el azul del cielo! No era algo previsible, racional; algo que uno pudiera elaborar mentalmente hasta encontrar una respuesta.
¡Nadie construye muros a más de 6.000 metros!
Además el Toro era una montaña virgen, según sabíamos en el C.A.M.: una montaña jamás subida por nadie. Nosotros manteníamos contactos con los restantes clubes de montaña del país y con los clubes de Chile. Llevábamos asimismo un fichero con todas las ascensiones registradas de nuestros socios...
¿Entonces?... Entonces el murito estaba allí y clamaba por una respuesta coherente.
Consulté con Erico: "Don Erico -dije- ¿no le parece un muro aquel?".
"¡Yo sabía que aquí hallaríamos algo!", contestó el jefe y apurando el paso se adelantó unos metros hasta detenerse al lado de una plataforma artificial perfectamente conservada, de aspecto rectangular, cuyo eje mayor mantenía la dirección Norte-Sur. En aquel tiempo yo no había oído hablar de una incipiente arqueología de alta montaña, pero Groch sí. El, siendo amigo del arqueólogo Dr. Juan Schobinger de la Universidad Nacional de Cuyo, lo había secundado como andinista en tres expediciones anteriores a los nevados de Famatina (La Rioja), en los años 1960 y 1963, donde en la cumbre del Negro Overo, recogió con Sergio Fernández algunas astas de venado ubicadas por pares en sendos anillos de piedras, en las inmediaciones de una plataforma semejante a la del Toro. Había además estado en la gran tambería inca de la Pampa Real, a los pies orientales de los nevados de Famatina y ciertamente escuchado de boca del Dr. Schobinger lo que hasta entonces solo unos pocos arqueólogos sabían de manera fragmentaria acerca de la existencia de los santuarios incaicos de Alta Montaña.
O sea, dicho con palabras claras: Erico Groch no solo había oído, sino que había trabajado en un sitio inca de alta cordillera, siendo asesorado por el famoso arqueólogo Dr. Juan Schobinger (años más tarde conocido como "el Señor de las Momias") y a mi entender el único científico que dedicó entonces su brillante carrera en la U.N.C. a la arqueología de Alta Montaña. Con los años surgió después el incomparable Dr. Johan Reinhard, con otros que citaré en su momento, pero hasta entonces Schobinger brillaba con luz propia.
Erico Groch en una precumbre del Nevado El Toro en la expedición del hallazgo
Sintetizando: Groch organizó las expediciones de 1963 y 1964 al Toro sobre probable indicación de Schobinger, teniendo el tácito propósito de continuar con la búsqueda de vestigios incaicos sobre ese nevado. Es un supuesto con visos de realidad. En efecto, ¿por qué descubriendo el murito cumbrero exclamaría "¡Yo sabía que aquí hallaríamos algo!"?
Está claro que tenía en su mente encontrar "algo" ya visto en otra parte.
La plataforma medía 7x12 pasos (la medí a largos trancos), cuyo murito Norte presentaba una altura de tal vez 50 centímetros por 60 de espesor. Lo conformaban dos hileras paralelas de gruesas piedras aparentemente del lugar, cuyo inter-espacio había sido rellenado con guijarros menores y con pedregullo, hasta conferir a dicha pared el agradable aspecto de un muro acabado con esmero.
Ambos muritos -Este y Oeste, largos 12 pasos- presentaban el mismo patrón constructivo, pero mermaban en altura a medida que avanzaban hacia el Sur, hasta casi desaparecer en el punto de contacto con la línea o murito simbólico Sur (apenas esbozado con piedras de pequeño tamaño), lista anomalía se explica de la siguiente manera: los constructores de la plataforma o "explazo"24 ceremonial, pretendieron obtener un rectángulo plano, perfectamente horizontal, pero no sobre elevado. Puesto que el terreno del lugar presentaba un leve declive hacia el valle del río de la Sal, iniciaron la construcción del explazo partiendo desde una cota cero sobre el terreno y, con cordeles tensados a nivel desde ese punto, se trasladaron un tramo de 12 pasos hacia el Norte, obteniendo así las dos líneas directrices Sur-Norte de la construcción. El resto es fácil de colegir.
La superficie plana del explazo (ver croquis) presentaba algunas piedras medianas intencionalmente alineadas, como ubicadas para señalar algo. En ese tiempo yo no tenía el ojo entrenado para ver hasta "bajo tierra" -por decirlo de algún modo- capaz de intuir cual había sido la forma primitiva de un círculo de gruesos guijarros parcialmente tapados a lo largo de los siglos por el viento o las escorrentías, por cuyo motivo no puedo asegurar si dichos guijarros formaban en su principio una figura geométrica. De resultar afirmativo el supuesto, es probable que dicha figura -casi siempre un anillo de piedras medianas- todavía contenga en su interior alguna de tantas figuritas antropo o zoomorfas de plata, oro y concha marina spondylus de origen incaico descubiertas con los años sobre la cumbre de muchos nevados andinos.
Mientras yo me entretenía con las medidas y la dirección del eje mayor del explazo, Erico se alejó unos pasos hacia el Noroeste donde descollaba un anillo de un metro de diámetro, conformado por nueve gruesas piedras de 10-20 kilos de peso cada una, en cuyo centro sobresalía una especie de esfera color blanco-yeso.
Es visible la marca del lazo con el que se estrangulo al indio del Toro
Erico quedó pensativo un rato frente a ese extraño objeto, como si quisiera ordenar las ideas antes de emitir un juicio apresurado. Por último exclamó: "¡Parece una calavera!, venga Antonio, pruebe a levantarla".
Cuando estuve a su lado, creí que aquello era en realidad un huevo de ñandú pero, ni bien intenté levantarlo con ambas manos, comprobé que estaba firmemente adherido al suelo.
Ya dije que Erico no podía realizar esfuerzos pesados ni agacharse, si no era trabajosamente, a causa de una incipiente artrosis a las caderas, por cuyo motivo no ha de extrañar si todo el trabajo físico lo realicé yo, por otro lado casi sin sentirlo, a causa de la nunca vista novedad.
Ubiqué mis dos máquinas fotográficas sobre el suelo, a un costado, para que no me entorpecieran los movimientos y urgido por una inmensa curiosidad, removí las piedras que conformaban el anillo protector de la supuesta calavera, para poder tirarme de bruces y ver qué era aquello.
Ahí, tendido en el suelo, observé primero como asomaban a ras del suelo las rodillas y los hombros de un ser humano... Enseguida, a solo 30 centímetros de mis ojos, vi la cara inclinada de un indio que parecía mirarme a través de los párpados entrecerrados.
Fue una visión tremenda, una experiencia única, nunca olvidada. Me estremecí de asombro y de espanto; las manos empezaron a temblarme.
Quedé, como petrificado, sin poder hablar o siquiera moverme. Algunas lágrimas involuntarias rodaron por mis mejillas.
El jefe, viéndome inmóvil y callado, preguntó con tono preocupado: "¿Qué hay Antonio?".
"¡Un indio!" conseguí articular al fin.
"¡Un indio!". "¡Sí!".
"Déjeme ver".
Se agachó con dificultad para incorporarse al rato con una amplia sonrisa en el rostro. "A ver si lo desentierra -dijo- yo no puedo ayudarlo en esta tarea".
Inmediatamente puse manos a la obra, removiendo el pedregullo con la piqueta para extraerlo con las manos enguantadas, ya que no teníamos ningún objeto que cumpliera funciones de pala. Por suerte el pedregullo no estaba congelado, es decir, no estaba amalgamado con el hielo a pocos centímetros de profundidad, como sucede casi siempre en alta montaña. Así, en breve, aparecieron los hombros desnudos y la parte superior del pecho de un hombre joven, con las rodillas a la misma altura de los hombros, como si estuviese sentado, pero introducido a presión en un hoyo artificial muy estrecho cavado en la roca. Después supe que aquella posición los arqueólogos la llaman "posición fetal", propia de las inhumaciones incaicas, cuyo simbolismo alude al retorno del individuo finalizada su existencia- en el vientre de la Madre Tierra.
Observese las trazas de la cinta de la Huara marcadas en negativo sobre la espalda de la momia
Las rodillas habían permanecido durante cinco siglos a ras del suelo, expuestas a los agentes atmosféricos, por cuya causa presentaban la parte inferior del fémur con la porción superior de la tibia, o sea la articulación en sí, con los huesos expuestos, sin restos de piel o de carne desecada. A su vez las vértebras cervicales del lado izquierdo del cuello, como casi todo el cráneo del mismo lado, aparecían despojadas de cualquier tejido, presentando el color blanco-yeso que muestran los huesos antiguos expuestos a la intemperie durante muchos años.
Ahora bien, puesto que la cabeza estaba reclinada sobre el pecho y a la vez hacia el hombro derecho, de ese lado se habían conservado las facciones casi intactas, gracias a la protección del anillo de piedras y a la posición que llamaré "en descanso" de la misma cabeza.
A medida que iba avanzando la extracción de la tierra con pedregullo, se perfilaban los brazos y las manos ubicadas delante del pecho desnudo; una gruesa manta de lana tejida al telar, color ocre tostado -llamada "yacolla"- envolvía el cuerpo hasta la altura de los hombros, donde aparecía averiada en toda su porción superior, pero en buenas condiciones el resto.
Aquello era a todas luces un fardo funerario.
Mientras yo trabajaba, Erico fotografiaba con su máquina los detalles que le parecían de interés. Sin embargo no obtuvo buenas diapositivas, según vimos después, a mi vez suspendí varias veces las tareas de desentierro para documentar las distintas fases de los trabajos. Por suerte mis fotos resultaron aceptables y son, nota bene, los únicos documentos disponibles de cómo los incas habían inhumado el joven chasqui.
Cuando hube concluido la extracción de todo el pedregullo que llenaba interiormente el fardo funerario, el cuerpo del indio quedó relativamente suelto, detalle que me permitió aferrarlo de los hombros y, tirando con fuerza, depositarlo a un costado, sobre el suelo. Enseguida desenvolví la "yacolla" que permanecía como pegada a la piel, entre cuyos pliegues apareció un ratoncito de campo naturalmente momificado, que tiré sin pensar en su posible simbolismo. El animalito tenía en efecto la cabeza casi despegada del cuerpo, detalle al cual no presté atención en ese momento. Con los años, leyendo los antiguos cronistas hispanos, supe que los sacerdotes incas sacrificaban a veces cuyes cortándoles el cuello con la uña del pulgar derecho, que dejaban crecer a propósito para esos fines. El ratoncito era por consiguiente una pequeña ofrenda.
"Cerca de los sacrificios se debe notar lo común es hacerlo con los dichos cuyes, pero también lo hacen con carneros de la tierra a quienes los indios dicen "llamas ", y después de muerto el cuy lo queman y consumen en el fuego, y lo mismo hacen de los bofes y el corazón de la llama... ", escribió el cronista P. Avila.
El indio quedó desnudo, con solo un taparrabo color guanaco atado a la cintura a manera de cubre-sexo. Llamaba profundamente la atención el perfecto estado de ese cuerpo joven, como también el color casi natural de la piel no expuesta a la intemperie.
¡Caramba, si casi parecía un ser vivo! Además esas manos recostadas sobre el pecho, con los dedos entrecerrados en actitud de descanso, y esa expresión plácida del rostro... ¿Acaso no era la figura de un hombre pasado a la otra vida sin sentirlo? Pero la marca acanalada visible sobre su cuello decía a las claras que había fallecido de forma cruenta...
La momia Juanita recien descubierta en el Volcan Ampato
Antonio Beorchia Nigris
Nació en Ampezzo (Italia) el 2 de mayo de 1935. Llegó a la Argentina como inmigrante en febrero de 1954, radicándose en la ciudad de San Juan, donde aún reside.
Desempeñó diversas funciones en el ámbito público y privado durante 4 décadas, en especial las relacionadas con la preservación del medio ambiente y el periodismo. Colaboró con diarios y revistas nacionales y extranjeros. Es autor o coautor de obras relacionadas con la arqueología de alta montaña, el andinismo, la exploración, las travesías a caballo, los temas gauchescos, etc.
Durante 45 años ascendió a nevados y volcanes de Argentina, Chile, Bolivia y Perú. Efectuó trascendentes descubrimientos arqueológicos cuyos resultados se publicaron a partir del año 1970 en seis tomos del Centro de Investigaciones Arqueológicas de Alta Montaña (C.I.A.D.A.M.), institución fundada por el mismo autor. Fue reiteradamente galardonado como escritor y periodista, siendo autor de libros, ensayos y artículos, escritos casi siempre con estilo llano, coloquial. A colaborado en muchas oportunidades con el Centro Cultural Argentino de Montaña. En 2007 fue galardonado con el título honorífico de Commendatore de la república italiana.
Momia del Nevado El Plomo descubierta a 5.400 mts. en Chile
Christian Vitry
Nació en Salta (Argentina) el 22 de septiembre de 1965. Practica montañismo desde pequeño y ha realizado ascensos deportivos y científicos en la cordillera de los Andes y el Himalaya. Es Antropólogo especializado en Arqueología y profesor de Geografía y Ciencias Biológicas, habiendo orientado sus estudios a la cultura Inca, especialmente dedicado a la investigación de las montañas sagradas de la cordillera y caminos arqueológicos, actividad que motivó el recorrido de cientos de kilómetros de antiguas rutas y ascenso a montañas, desde Colombia, pasando por Ecuador, Perú, Bolivia, Chile y Argentina.
Escribió artículos y trabajos de investigación en numerosas revistas científicas y es autor de cinco libros. En el 2002 ganó una beca en el Museo Británico de Londres. Desde 2009 es asesor del Museo del Indio Americano (Smithsonian Institution, Washington) y miembro de la Asociación de Arqueólogos Profesionales de la República Argentina. Trabaja en la Subsecretaría de Patrimonio Cultural como Director del Programa Qhapaq Ñan (Sistema Vial Andino de la UNESCO). Es investigador del Museo de Arqueología de Alta Montaña y profesor e investigador en la Universidad Nacional de Salta. Es coordinador del Área de Arqueología y Antropología del Centro Cultural Argentino de Montaña. En la actividad privada es consultor independiente de estudios.
Momia de La niña de los Nevados de Chuscha
Área Restauración Fotográfica del CCAM: Natalia Fernández Juárez
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